Las tendencias tienen ritmo.
Suben rápido, alcanzan su punto máximo y se desvanecen en cuanto se vuelven demasiado comunes. Lo que empieza como un signo de moda cultural pronto se convierte en ruido de fondo cuando todos se suman. Entonces, los creadores de tendencia siguen adelante.
¿Y hacia dónde van? Buscan la próxima chispa mientras los rezagados aún celebran algo que ya perdió fuerza. El ciclo sigue girando, porque la novedad es limitada y la atención, efímera. Cuanto más rápida se vuelve la comunicación cultural, más rápido gira esa rueda.
Así que, responsables de marketing, tomen nota de esta regla básica: no toda tendencia merece su presupuesto. Sumarse a cada micro-ola solo diluye el significado y lo vuelve insípido. No vale la pena gastar tiempo ni recursos. El momento del “chocolate estilo Dubái”, la fiebre de Labubus o cualquier moda visual o de redes sociales que domine mañana solo restan valor y sentido a la identidad de su marca.
Una estrategia real implica saber cuándo no seguir la corriente. Una tendencia sin propósito cultural no es más que decoración de diseño masivo.
El movimiento inteligente consiste en reconocer cuáles encajan con su historia y cuáles no. Y aún más importante, cuáles pueden ser intentos torpes de llamar la atención de una audiencia que —atención— puede que ya esté ahí.
Solo que todavía no saben cómo llegar a ella de forma genuina y profunda.
Inviertan en personas capaces de leer el pulso cultural, que sepan identificarlo y que les apasione hacerlo.
El momento importa, pero el contexto, la audiencia y la relevancia cultural de la marca importan mucho más. Especialmente si su negocio está en el terreno de la innovación o las marcas premium, donde los consumidores tienden a verse a sí mismos como individuos únicos, en el extremo “trendsetter” de la curva.